La Dignidad de la PAH

"Sáruman opina que sólo un gran poder puede contener el mal, pero eso no es lo que yo he aprendido. He aprendido que son los detalles cotidianos, los gestos de la gente corriente los que mantienen el mal a raya. Los actos sencillos de amor...". Gandalf en El Hobbit.



 Seamos serios, vivimos una farsa, un espectáculo al que los poderosos y sus medios llaman crisis pero que en realidad no es más que la imposición de unas relaciones materiales de explotación nuevamente definidas. La historia del Capitalismo se puede definir así: expropiación de lo común, explotación del trabajo, desposesión y vuelta a empezar, quizás en otro lugar.

Seamos serios, el Capitalismo no funciona porque creamos en el. El Capitalismo funciona porque (re)produce sus relaciones (relaciones de clase: dominio, explotación) desde que nos levantamos a las 7 de la mañana hasta que nos acostamos. Trabajo precario, salarios basura (grandes beneficios), pacto social, grandes supermercados, patentes, ocio consumista, mercantilización de las relaciones sociales…

Así, desde este lado es muy sencillo reconocer a los que están en el otro: los que se apropian de la riqueza social producida, los que privatizan lo que es común, los que nos niegan la posibilidad de estar sanos y educados o de tener una vivienda donde acariciarnos. Los que nos imponen la deuda como una cadena perpetua. “Todos tenemos derecho a equivocarnos y volver a empezar” decía la vicepresidenta Soraya en aquel espectáculo bizarro y pseudolacrimógeno organizado por los bancos, en el que entregaban unas míseras migajas a los desahuciados. Economía moral y capitalismo humano. Pero en este sistema, ellos son los únicos que pueden externalizar sus equivocaciones para que no les pasen factura. Privatizan la riqueza y socializan el miedo. Así, la culpa, el “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades” actúa como dispositivo disciplinario.

Pero no es tan sencillo señalar a la progresía. La progresía es esa clase de género equidistante, que gusta de equiparar a unos y a otros, opresores y oprimidos, verdugos y víctimas, desahuciadores y desahuciados. Las dos españas, como si unos no fueran demócratas y los otros franquistas. La progresía cree que vivimos en estado de derecho (o precisamente porque vivimos en estado de derecho), y por tanto, los tribunales nos defenderán ante los poderosísimos bancos, multinacionales, botines y borbones. Son los acomodados y desclasados. Lo expresó perfectamente la señora Zuckerman en el juicio a Eichmann años después del Holocausto (Hanna Arendt – Eichmann en Jerusalén): “lo peor que puede ocurrirle a un ser humano cuando se halla en tales circunstancias, es ser y conservarse inocente”. Su equidistancia es esta, un lugar moral superior que los mantiene a salvo del mundo material y sus excrecencias, como aquellos que intentan poner fuera del mundo su cuerpo pretendiendo así esconder su entropía y su vejez.

Pero con un ejemplo las cosas se visualizan mejor. Los primeros, como decimos, son fáciles de detectar, como los nazis, aquellos que sacaban a los judíos de sus casas antes de deportarlos y gasearlos. Entre los segundos, algunos fueron colaboradores necesarios, el resto simplemente dejó que ocurriera.

Cuando las víctimas de los desahucios se agrupan en la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, no pretenden judicializar el problema sino politizarlo. El Derecho nos impone una ficción, iguala algo que en la realidad no lo es. Pelear individualmente contra un Banco es como golpearte la cabeza constantemente contra un muro. Esta ficción de equivalencias en la que se basan los intercambios en el Mercado (por eso ese discurso tan manido por las patronales sobre la inseguridad jurídica, que claman contra Bolivia o Venezuela), sirve perfectamente a la legitimación de un discurso que iguala al explotador y al explotado, al desahuciador y al desahuciado. Si el derecho se asienta sobre una correlación de fuerzas en un momento histórico donde la desigualdad es abismal y no deja de crecer, una familia que es echada de su casa y por tanto despojada de su dignidad (¿cómo puede sentirse alguien que es privado de la posibilidad de dar techo y alimento a sus hijos?), no significará nada frente a la maquinaria judicial que se representará en un tribunal.

Entonces aparece la PAH. El individuo o la familia desechada, expulsada o vomitada por el sistema, recupera la dignidad. La potencia plebeya nace de la unión, de la solidaridad, de la cooperación. De la puesta en común y la apuesta común. El que pretende mantenerse inocente atacando los escraches a la vez que critica a los responsables de aquellos, no ha entendido nada de la Historia. Las sufragistas que se lanzaban a los carros para que las consideraran sujetos políticos lo hacían contra el derecho. El individuo que pretende mantenerse inocente en estas circunstancias, legitima el orden y rechaza el cambio.

La PAH hace camino al andar, y si ladran es porque cabalga. Los miembros de la PAH (re)producen relaciones solidarias y cooperativas desde que se levantan a las 7 de la mañana hasta que se acuestan. Si algunos interpretan el mundo, si otros lo destruyen, ellos simplemente lo transforman. Pero a diferencia de la lógica mercantil, del individuo capitalista, la PAH con su práctica cotidiana, con cada triunfo, hace un verdadero trabajo de igualación, de horizontalidad, que el capitalismo niega y el derecho oculta. Deberíamos estarle agradecidos.

Comentarios

  1. este texto remite más a una reproducción del manifiesto comunista que una analisis de una realidad en donde el capitalismo financiero se impone sobre los intereses individuales y colectivos.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Historias que no son todavía historia.

La rebelión de Silesia.

Las elecciones del odio